Participar ¿es decidir? Tensiones y desafíos para una transición energética justa y democrática

María Paz AEDO
María Paz AEDO
Ignacio SÁNCHEZ
Ignacio SÁNCHEZ
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Aunque la mañana es fría, el salón está calefaccionado y bien provisto para recibir a las autoridades y los representantes del proyecto. La comunidad que se ha enterado del encuentro está dividida entre quienes deciden asistir e informarse y quienes, agotados de reuniones sin fin y de no tener ningún poder de decisión real, ya no quieren ser parte del proceso. Los que asisten, se ubican ordenadamente en la sala, distribuida como si fuese una clase. Las autoridades y los representantes de la empresa se ubican en la testera. Un facilitador está a cargo de guiar la conversación y generar dinámicas para romper el hielo. Otro miembro del equipo oficial toma actas. Un miembro de la comunidad intenta grabar la sesión pero rápidamente un funcionario le dice que no se puede, que “la prensa” debe estar acreditada. La conversación inicia con largas exposiciones sobre las ventajas de la propuesta, la importancia para el desarrollo, la oferta de empleo, el posicionamiento de la región en los mercados. Las preguntas de la comunidad son recogidas por grupos. Las respuestas, generales. Se cierra la sesión agradeciendo la participación en el encuentro y con el compromiso de derivar los comentarios y compartir las actas. 

 

Este relato describe algunos de los hitos que comparten muchos procesos de participación ciudadana en el marco de la evaluación de proyectos. Un formato tutelado, marcado por la asimetría de conocimientos y poder en términos no sólo simbólicos -cargos, profesiones y vestimenta- sino materiales: tanto las metodologías de estos diálogos como la estructura física -salas, sillas, tecnologías, medios de difusión- son dispositivos que tienden a reproducir relacionamientos hegemonizantes y subordinantes, que en muchos casos replican la verticalidad de las relaciones, situando a ciertos actores “arriba” de la testera  -los expertos, los inversores, las autoridades- y a otros “abajo”, en el público -las comunidades, las organizaciones sociales, los pueblos-. La discusión sobre energía ha sido históricamente elitizada bajo el supuesto de neutralidad política y saber experto. Sin embargo, es ineludible su condición sociotécnica, inseparable de sus implicancias económicas, culturales, éticas y políticas.  

 

En el caso de los proyectos de energía, el relato que sustenta estas dinámicas está marcado por el compromiso de los gobiernos con el apoyo al desarrollo de proyectos considerados “estratégicos” en términos macroeconómicos; es decir, funcionales a las expectativas de crecimiento sostenido. Otras consideraciones, como los impactos ecosistémicos, sociales y culturales; las necesidades y derechos a la energía de las comunidades; la justicia ambiental; la propiedad, distribución y destino de la energía, se subordinan a la incuestionable obligación de incrementar el PIB como único y principal indicador de “desarrollo”. Así, todo el proceso comprendido desde la concepción a la evaluación de los proyectos energéticos está permeado por la voluntad política de su aprobación, previo a la consulta de las partes involucradas fuera de los desarrolladores mismos, tanto públicos como privados. El principal interés es seguir dotando de energía a la sustentación del modelo existente. 

 

Como muestra particular de lo anterior, frente a la insoslayable crisis climática y a los evidentes impactos socioterritoriales de la producción y combustión de hidrocarburos, los mercados energéticos están trasladando sus intereses a las fuentes de energías renovables como nuevo nicho de negocios, replicando las mismas antiguas prácticas. Un nuevo nicho, no un desafío global de justicia y equidad. En este escenario adverso de crisis en la que vivimos, pero ya conocido para las comunidades afectadas por proyectos energéticos históricamente, se abre en este punto de inflexión: la posibilidad concreta de una transición justa que contenga la  construcción de una soberanía energética desde los pueblos.

 

Resulta central para una transición energética justa, evitar la cooptación de agendas, territorios y comunidades de una transición basada en el mero reemplazo de energéticos antes que la transformación y reconocimiento de los relacionamientos con los bienes naturales comunes en su globalidad. Sobre este último punto, la transición entonces, no sería sólo el movimiento hacia algo completamente nuevo, sino también una forma de nombrar lo que históricamente es propio, reconocer entonces que la experiencia de las comunidades locales, las autonomías en la producción de la energía y los materiales que se requieren para sostener la vida están compuestos de entramados complejos de cooperación y cuidados. 

 

Para que esta transformación desde los pueblos se reconozca a sí misma como un camino por su propio mérito y no sólo una respuesta antagónica al que se impone desde el mercado es fundamental el acceso de las comunidades a la capacitación e información sobre generación, producción y distribución de energía, poniendo en valor los saberes locales de gestión, toma de decisiones, distribución de beneficios y generación de acuerdos (Baigorrotegui, 2019; Sannazzaro, 2017). De esta manera, es posible pensar en una producción energética orientada al bienestar de los pueblos en vez de sólo alimentar un metabolismo económico caracterizado por la demanda sostenida de energía y materiales, por demás agotado y responsable de la crisis global (Valero et. al, 2019).

 

Hoy el predominio de participaciones tuteladas, orientadas a dar legitimidad a proyectos cuya decisión ha sido ya tomada en aras del crecimiento y desarrollo, no sólo es una práctica que reproduce las desigu

aldades sino también se pierde de la riqueza presente en los saberes, prácticas y experiencias locales. 

 

Con la visión de no replicar estas prácticas y sus resultados, el autoreconocimiento de las comunidades en su valor tangible e intangible junto a la desconcentración de la producción, la comercialización local y la distribución colectiva de beneficios abren posibilidades interesantes a la descentralización de la energía y a reducir las dependencias y vulnerabilidades que emergen. 

 

Si la premisa de los llamados procesos de participación es extender las posibilidades de bienestar en las comunidades, la energía debe ser reconocida como un derecho a ejercer activamente en ellos. En plena crisis y con una transición energética que busca ser justa, no podemos permitirnos seguir reproduciendo prácticas que sólo generan más deterioro socioecológico y concentración de beneficios.

 

Referencias

Baigorrotegui, G. (2019). Transición Energética y Democracia: Chile – Comunidades energéticas en Latinoamérica. Notas para situar lo abigarrado de prácticas energocomunitarias. País Vasco: Proyecto TRADENER, Ekologistak Martxan, Ingeniería Sin Fronteras (ISF-MGI), Universidad del País Vasco (UPV-EHU) y Agencia Vasca de Cooperación al Desarrollo.

Sannazzaro, J., Campos, M., Gajardo, P., Santibáñez, P. y Mondaca, E. (2017). El caso de implementación del proyecto de electrificación de las islas del Archipiélago de Chiloé y la desechada autonomía energética. Documento de trabajo, Centro de Estudios Sociales de Chiloé (CESCH) y Sur Territorio.

Valero, A., Valero, A. y Calvo, G. (2021). Thanatia: Límites materiales de la transición energética. Zaragoza: Ediciones PUZ, Universidad de Zaragoza.

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