Si bien el teletrabajo era considerado una creciente tendencia en distintos países con anterioridad a la crisis global originada por el COVID-19, lo cierto es que el explosivo crecimiento que ha tenido esta modalidad de ejercer la actividad laboral, encontró a muy pocos sectores y servicios preparados para llevarlo a cabo adecuadamente.
A primera vista el teletrabajo puede ser percibido como positivo para trabajadoras y trabajadores, mayor flexibilidad para disponer de su tiempo, ahorro de tiempo y de dinero al no tener que efectuar los, muchas veces extensos, desplazamientos desde casa al hogar y viceversa.
En general han sido las empresas las que han tenido sus aprehensiones en aplicar el teletrabajo, por su conservadora visión de que el jefe tiene que estar encima del trabajador o trabajadora para que produzca adecuadamente.
Sin embargo, a los pocos meses de la implementación forzada del teletrabajo por el confinamiento decretado en la mayoría de los países, ha quedado de manifiesto, que quienes más tienen que perder son las trabajadoras y los trabajadores. Esto por dos razones, la regulación es inexistente o débil y las condiciones materiales de la mayoría de la fuerza laboral para trabajar desde el hogar, no son las adecuadas.
En Chile, la ley que modifica el código del trabajo en materia de trabajo a distancia, lo define como “aquel en el que el trabajador presta sus servicios, total o parcialmente, desde su domicilio u otro lugar o lugares distintos de los establecimientos, instalaciones o faenas de la empresa”. Si bien la ley de teletrabajo aprobada en plena crisis sanitaria, fijó un derecho a desconexión de al menos 12 horas, también establece que “las partes podrán acordar que el trabajador quede excluido de la limitación de jornada de trabajo”.
Al abrir la puerta la ley para un aumento de la jornada laboral “de común acuerdo”, y dado el desequilibrio en la relación entre empleador y trabajador, podrá implicar en la práctica que trabajadoras y trabajadores trabajen horas extra sin pago adicional. En efecto algunas críticas que se le hacen al teletrabajo o trabajo a distancia es que ha significado “una tendencia a la flexibilización de las condiciones de trabajo, encubrimiento de la relación de dependencia, aumento de la jornada de trabajo, además de los perjuicios que pueda implicar el aislamiento y las complicaciones que puedan provenir de desarrollar el trabajo en un ambiente no diseñado para eso como es el hogar en el caso del teletrabajo domiciliario”.
Si bien la mayoría de los países latinoamericanos han implementado medidas para facilitar el teletrabajo, son muy pocos los que poseen una regulación especial para su implementación. En Argentina aún se encuentra en tramitación un proyecto de ley en la materia, mientras que Colombia reguló el teletrabajo hace 12 años.
En los países latinoamericanos una dificultad adicional para el teletrabajo es que parte importante de los hogares padecen la pobreza energética. Aunque es un tema que tiene sólo algunos años y no se ha podido enmarcar en una medida general comúnmente se entiende pobreza energética como “la incapacidad de asegurar los niveles necesarios de energía en el hogar, esto significa vivir en una casa imposible de enfriar o calentar, iluminar o mantener electrodomésticos, debido a las facturas excesivas de energía, los bajos ingresos y la mala eficiencia energética. Las personas con poca energía son más vulnerables a los riesgos de salud como las enfermedades respiratorias y las enfermedades mentales”.
Desde Taller Ecologista han observado que el “concepto de pobreza energética ha sido elaborado como una forma de comprender la relación entre el estado de privación vivenciado por el actor social y su relación con las fuentes y el acceso a la energía”[3].
Como ejemplo, de acuerdo a la Red Chilena de Pobreza Energética, 35.900 chilenos y chilenas no poseen acceso a electricidad, mientras que el porcentaje de la población que declara pasar frío en su hogar en invierno corresponde a un 34% del segmento pobre, un 27% del segmento vulnerable y un 21% de la clase media baja.
Sumado a lo anterior, los efectos en las condiciones estructurales del hogar ( disminución de ingresos, mayor permanencia de los habitantes en el hogar, mayor número de los mismos, etc.) pueden hacer cruzar la línea de pobreza energética a hogares que antes no la presentaban.
Trabajar desde el hogar debido al COVID-19 significa integrar al mismo costos asumidos normalmente por el empleador, como son la insumos de trabajo (Computadores, teléfonos, papelería, etc), Servicios relacionados (Internet, electricidad, Servicios sanitarios) y infraestructura mínima (espacio de trabajo, iluminación adecuada y mobiliario correspondiente). Costos que significan indudablemente un aumento en el costo de vida para todos los hogares volviéndose insalvable para hogares en pobreza energética y sumiendo a muchos otros en la misma.
En un segundo punto, las familias de bajos ingresos mantienen un gasto mayor en proporción de energía que los estratos medios y altos (ver gráfico)[4]. Lo anterior no quiere decir que mantengan energía de mayor calidad, en Chile, en especial en la zona centro-sur el uso de leña es preponderante y genera una alta tasa de material particulado[5], con el efecto del COVID-19 y la permanencia en el hogar en paralelo de la llegada del invierno, las emisiones aumentarán en su magnitud y ventana horaria, apareciendo horarios con alta contaminación que no existían.
Adicionalmente lleva a una mayor atención a la elevación del material particulado en casos de contaminación intradomiciliaria o de hacinamiento, debido a que ha encontrado que el COVID-19 podría aumentar su permanencia en el aire debido este tipo de partículas[6] y una relación directa con la incidencia y gravedad de enfermedades respiratorias[7].
También existen correlaciones entre la contaminación y la disminución de la capacidad de toma de decisiones afectando directamente la productividad[8], elemento que puede afectar colateralmente a calidad y percepción del trabajo realizado a distancia.
En un tercer punto es el efecto de las brechas de género en términos de cuidados en el hogar, donde directamente una mayor tasa de incidencia de enfermedades, agravadas por la contaminación, aumenta las labores de cuidado que son principalmente realizadas por mujeres[9] manteniendo una presión y crisis permanente cuando existe el teletrabajo, al tener que lidiar simultáneamente con mantener un buen desempeño laboral y caer en deficiencia de los cuidados y viceversa, agravando las condiciones estructurales.
Creemos que el desarrollo de la crisis del COVID-19 plantea un escenario complejo con mucha incertidumbre de por medio, en el cual más que plantear respuestas inmediatas y efectistas para el teletrabajo es necesario contar con la información adecuada para realizar las preguntas acertadas.
Las causas que generan la pobreza energética son multidimensionales y se deben tomar en cuenta todas sus aristas, considerando como base mínima regulaciones que no traspasen los costos estructurales del empleador en los y las trabajadoras, no siendo sólamente los costos propios del trabajo diario, medidas que prevean también los costos y externalidades negativas amplificadas de la estadía permanente en un ambiente intradomiciliario contaminado, tanto en la remuneración, diferencias de género, el desempeño como en la exigencia esperada.
Si los procesos de implementación masiva del teletrabajo no consideran lo anteriormente expuesto, especialmente en las condiciones de pobreza energética en que se encuentran muchos hogares en latinoamérica, es posible advertir que el teletrabajo puede significar una nueva forma de profundizar la desigualdad entre quienes cuentan con las condiciones para ejercer el teletrabajo en el hogar y quienes no las tienen, o al menos no para lograr un desempeño adecuado.