Estos últimos meses Chile ha vivido días muy duros, al enorme aumento de casos de contagios por COVID-19 y las muertes asociadas, se sumó el drama social de amplios sectores de la sociedad que no tienen lo mínimo para subsistir. La crisis sanitaria ha desnudado grandes temas pendientes del país como lo son la enorme desigualdad y la vulnerabilidad con que vive la gran mayoría de los chilenos. Desigualdad y vulnerabilidad que hizo que la mayoría del país dijera basta a partir del 18 de octubre en las más grandes manifestaciones sociales en 30 años. Lo que se ha impugnado fuertemente durante los últimos meses es el modelo de desarrollo que genera desigualdades en muchas dimensiones, una de las principales son las desigualdades territoriales, donde mientras un sector minoritario del país puede vivir con un estándar de país desarrollado, la gran mayoría debe sufrir las consecuencias nocivas de este modelo, la contaminación, los servicios públicos deficientes, la precariedad en diversos ámbitos de la vida.
Hoy resulta increíble recordar que, en el período previo al estallido social, Piñera trataba de instalarse como líder internacional con la organización de la COP25 y la APEC. Un país con zonas de sacrificio, cuya principal fuente de generación eléctrica sigue siendo el carbón, un país que aún no firma el tratado de Escazú, con sus aguas completamente privatizadas y un sistema de evaluación ambiental absolutamente deficiente. Previo al 18-O el gobierno estaba logrando la aprobación de una reforma tributaria que bajaba impuestos a los más ricos y que no planteaba nada respecto a establecer un impuesto verde a las fuentes fijas que hasta el FMI ha recomendado establecer en 73 dólares por tonelada de CO2 (en Chile actualmente son 5 dólares por tonelada de CO2).
La gran mayoría de la élite política y económica de Chile se había autoconvencido de ese país próspero ad portas de convertirse en un país desarrollado y que el modelo económico-social del país era un éxito. Un claro ejemplo de esto, es que a menos de dos semanas del 18-O el empresariado por medio de la Sociedad de Fomento Fabril (SOFOFA) ponía una alerta a proyectos de ley enfocados en el bien común considerados literalmente “Riesgos al crecimiento”, advirtiendo que existen instrumentos alternativos como una mejor gestión que pueden usarse para no afectar este crecimiento. Esta misiva advertía de ciertas iniciativas que podrían limitar el desarrollo productivo del país, tales como la protección de glaciares, provocar incertidumbre en proyectos al permitir revocar proyectos por ratificación ciudadana, distorsionar
los instrumentos ambientales vigentes al incorporar “condiciones a proyectos por el sólo hecho de estar emplazados en una localidad” (localidades que son zonas declaradas ambientalmente latentes o saturadas claro) ignorando la posibilidad de reducir la contaminación, por secretarìa, al compensar emisiones si fuese el caso. Esto entrega rápidamente una radiografìa del foco del empresariado chileno ambientalmente hablando: mantener las decisiones con los cánones existentes de decisiones centralizadas, con parámetros principalmente económicos y legales, fuera de los territorios y la ciudadanía.
En este contexto de las acciones del gobierno y el empresariado, resulta muy preocupante que el gobierno en medio de la crisis sanitaria y social actual, y bajo la justificación de la reactivación económica, ha insistido en su agenda pre 18-O, impulsando proyectos de ley como el que “Perfecciona textos legales que indica para promover la inversión” Boletín 11747-03. Dicho proyecto de ley había sido presentado en 2018 pero su tramitación estaba entrampada en el parlamento principalmente por propuestas que proponen bajar el estándar ambiental en materias de aguas, energía y evaluación ambiental de los proyectos de inversión. En materia energética, el proyecto de ley, plantea reformar la ley ambiental que indica que deben ser evaluadas ambientalmente las centrales de energía que generan más de 3 MW. El proyecto de ley propone que el poder ejecutivo mediante un reglamento establecerá las centrales que deban ser evaluadas ambientalmente. Esto significa que cada gobierno tendría la potestad de establecer o modificar mediante reglamento qué proyectos de generación eléctrica deben ser evaluados ambientalmente. Aunque el parlamento ha rechazado dicha modificación a lo largo de la tramitación del proyecto de ley, el gobierno ha insistido en reponer su tramitación y en mayo, en medio de la crisis sanitaria, le puso suma urgencia a su discusión.
Durante las últimas semanas ha sido posible observar en la prensa varios titulares sobre la necesaria reactivación económica poniendo énfasis en la necesidad de un “fast track” en la tramitación ambiental resolviendo los “cuellos de botella” que retrasan la aprobación de proyectos. En este contexto se produjo el pasado 14 de junio el “Marco de Entendimiento para Plan de Emergencia por la Protección de los ingresos de las familias y la Reactivación económica y del Empleo” entre el oficialismo y algunos partidos de oposición con la finalidad de, por una parte allegar a las familias más vulnerables del país los recursos básicos para subsistir, y de esta manera puedan efectivamente quedarse en casa, y por otra el acuerdo plantea medidas de reactivación económica. Una revisión de este acuerdo, permite observar escasas referencias a una reactivación con consideraciones ambientales. Además, resulta llamativo que mientras en la sección que describe medidas de inversión pública se establece que estas serán “con énfasis “verde” y mitigación de cambio climático acelerando cartera de inversión pública ligados a construcción embalses, obras de regadío y agua potable rural, plantas desalinizadoras, inversión en ERNC”; en cambio, las medidas de incentivo a la inversión privada se plantean medidas de “agilización regulatoria y de plazos para proyectos de inversión, así como disminuir tiempos en otorgamiento de permisos para inicios de inversión y reducir los plazos en evaluación ambiental de grandes proyectos por la misma vía, asegurando
estricto cumplimiento de normativas ambientales” y también plantea otras medidas para “acelerar concesiones”.
En una línea que pareciera paralela, pero que no hace más que corroborar cuál es el foco de las medidas anteriores, desde el ingreso en marzo del COVID a Chile como demuestra el reporte de OLCA se han ingresado al sistema de evaluaciòn medioambiental el doble de proyectos con 5 veces mayor inversión global en relación al mismo período de los 2 años anteriores, esto genera un escenario donde las capacidades de evaluación se vuelven insuficientes para filtrar proyectos que deberían someterse a requerimientos más estrictos. De estos, un 65% del global de proyectos pertenecen al sector energía, casi totalmente proyectos de energìas renovables, contando como ejemplo que sólo dos megaproyectos de energía fotovoltaica se llevan el 68% de la inversión energética ingresada en este perìodo y ambos ingresados aprovechando la posible evaluación ambiental más laxa y sin participación ciudadana. Se podría aplaudir el hecho de este ingreso de energías limpias a la matriz eléctrica, pero dado el contexto de ingreso a evaluación, nula participación ciudadana, la escala de inversiones y el escenario político-empresarial mencionado anteriormente, se vuelve un marco poco esperanzador.
Es más, resulta contradictorio el proceso que vive Chile con las señales que el gobierno intenta proyectar: La recientemente lanzada estrategia de transición justa como visión de largo plazo, considera como eje fundamental de trabajo a la comunidad para la detección de necesidades e impactos en el territorio, valorar la decentralizaciòn de la discusión, y reconocer la responsabilidad ambiental y social de las empresas. Todo esto corre el riesgo de volverse letra muerta en el escenario aquí descrito o peor aún usar el instrumento como legitimador de proyectos ambientalmente cuestionables.
Así podemos ver que en Chile se configura un futuro ambiental incierto en función de la recuperación económica, imagen que contrasta peligrosamente con muchos otros países. La Unión Europea en su “plan de recuperación para europa” considera dentro de sus ejes fundamentales la transición ecológica y considera instrumentos concretos como el fortalecimiento del Fondo de Transición Justa con el fin de ayudar a los Estados miembros a acelerar la transición hacia la neutralidad climática. En latinoamérica, los gobiernos no han sido capaces de comprender la necesidad de repensar nuestros modelos productivos, que nos permitan afrontar mejor posibles crisis sanitarias futuras y sobretodo la crisis climática cuyos efectos serán catastróficos para la región si no reaccionamos ahora. Sin embargo, una luz de esperanza surge desde la sociedad civil quienes han comprendido que, así como lo planteara Albert Einstein, no podemos pretender que las cosas cambien si seguimos haciendo lo mismo. De esta forma diversos actores de distintos países, sectores y disciplinas, claman por un “Pacto Social, Ecológico, Económico e Intercultural para América Latina” en lo que se ha denominado “Pacto Social del Sur”. De modo similar en Chile la Plataforma de la Sociedad Civil por la Acción Climática (SCAC) frente al acuerdo del “Marco de Entendimiento para Plan de
Emergencia por la Protección de los ingresos de las familias y la Reactivación económica y del Empleo” concluye que “El COVID 19, el estallido social y la crisis económica, hacen evidente que el modelo en el que vivimos hasta ahora, fracasó. Es urgente una propuesta de país que nos permita reconstruirnos para el futuro, aprendiendo de todo lo que por décadas hemos hecho mal. La normalidad económica y social de Chile se quebró en octubre, y hoy requerimos construir un modelo diferente, en donde exista justicia social y ambiental”.