¿Economía del Hidrógeno para Latinoamérica? No, gracias

¿Economía del Hidrógeno para Latinoamérica? No, gracias

Maximiliano PROAÑO
Maximiliano PROAÑO
Share on facebook
Share on twitter
Share on whatsapp

El hidrógeno (H2) es un vector energético, una materia prima y un combustible, y tiene la particularidad que aún siendo el elemento más abundante en el universo, no es posible encontrarlo naturalmente en su estado puro. De acuerdo a la materia prima que se utiliza para su obtención, y los efectos que este tiene para el medioambiente, el hidrógeno se ha clasificado comúnmente en:

  1. a) gris, si proviene de fuentes de energía fósiles (como gas natural o carbón) o, mediante electrólisis pero mediante electricidad generada con combustibles fósiles. El proceso es altamente contaminante;
  2. b) azul cuando también proviene de fuentes de energía fósiles, sin embargo, su producción es considerada carbono neutral, porque tiene acoplada una cadena de valor que permite el proceso de captura y almacenamiento del carbono;
  3. c) verde, se produce a partir de agua y energías renovables, mediante un procedimiento llamado electrolisis, el cual divide el agua en hidrógeno y oxígeno. El hidrógeno reacciona con el aire liberando agua en forma de vapor.


El H2 verde probablemente jugará un rol muy importante en los procesos de descarbonización en los distintos países y, por lo tanto, lograr un sector energético bajo en emisiones. Sin embargo, resulta relevante advertir que el modo en que se ha venido llevando el debate en torno al H2 verde, lejos de dirigirnos hacia una transición energética justa, popular y democrática, seguirá siendo un sector secuestrado por los grandes intereses corporativos y el rol de la ciudadanía seguirá siendo el de meros clientes. En otras palabras, hoy existe un serio riesgo que “la revolución del H2 verde” implique que este ocupe el lugar de las energías fósiles pero con la misma gobernanza ambiental (o la falta de esta), similares actores, concentración en la propiedad y estructura impositiva, así como nulos avances en la participación de la ciudadanía en la toma de decisiones.


Al hacer una breve revisión del estado actual del debate, estrategias y regulación del H2 verde en algunos países de la región, es posible observar que el debate gira en torno a las grandes inversiones, incentivos gubernamentales, mega proyectos y actores ya conocidos, mientras que las propuestas en torno a una nueva gobernanza son nulas. A continuación algunos ejemplos.


Chile[1] se ha planteado una estrategia sumamente ambiciosa respecto al desarrollo del hidrógeno verde, al 2025 espera ser el primer país de latinoamérica en inversiones de H2 verde en Latinoamérica, tener 5 GW de capacidad de electrólisis construida y en desarrollo en al menos dos polos en el país. Al 2030 Chile espera estar produciendo el H2 verde más barato del planeta (<1,5 USD/kg), líder global en exportación de hidrógeno verde y sus derivados, con 2,5 billones de dólares al año, y líder global de H2 verde por electrólisis con 25 GW.


Argentina[2] tiene actualmente una demanda de hidrógeno de alrededor de 300.000 toneladas anuales de H2 desde sectores como el petroquímico, para procesos en refinerías; desde la industria química, para producción de amoníaco y fertilizantes para la agricultura; para la producción de metanol, entre otros. Dicha demanda actualmente es cubierta con hidrógeno gris. Para que el país transite desde el hidrógeno gris al verde requerirá primero incrementar y consolidar la participación de las energías renovables en el sector eléctrico. Donde Argentina sí tiene camino avanzado es en regulación y en proyectos experimentales. El país posee desde el año 2006 una ley de fomento al hidrógeno, y desde el año 2018 se encuentran en discusión en el parlamento adecuaciones a la regulación para que esta signifique un impulso al desarrollo de H2 verde. Respecto a proyectos piloto, Hychico (compañía argentina) produce H2 verde para autoconsumo desde el 2008, y desde el 2010 almacena metano verde en un pozo petrolero agotado para la producción de metano verde, a través de un gaseoducto apto para el transporte de H2 de 2,3 Km de longitud. La petrolera estatal YPF y CONICET convocaron a un consorcio de empresas interesadas en el desarrollo del hidrógeno.


En México la Ley de Transición Energética establece como mandato que el 35% de la generación de energía eléctrica en México deberá provenir de energías limpias para el año 2024. En el marco regulatorio energético actual el hidrógeno verde aparece mencionado en la Estrategia de Transición para Promover el uso de Tecnologías y Combustibles más Limpios, en el Programa Sectorial de Energía y en los Lineamientos para el otorgamiento de Certificados de Energías Limpias (CELs). El país aún no cuenta con un plan o estrategia específica para Hidrógeno Verde ni con proyectos de gran escala de producción.


En Colombia[3] se encuentra en discusión en el Congreso Nacional un proyecto de ley que busca promover el desarrollo tecnológico, la producción y el uso del hidrógeno verde en el país. El marco regulatorio, considera un Plan de incentivos y apoyo a la innovación y emprendimiento para proyectos relativos al hidrógeno verde. Durante 2021 será presentada la hoja de ruta estructurada con el BID para la producción y uso de hidrógeno verde teniendo en cuenta las variables institucionales, legales, comerciales y financieras del país.


Brasil posee un enorme potencial para el desarrollo de H2 verde, tanto por el desarrollo que se espera para las energías renovables en el país como por la gran demanda interna que este podría tener entre otros usos para productos del sector agrícola. El país no tiene una regulación ni tampoco un plan o estrategia específica para el desarrollo del H2 verde. Si se menciona en el Plan Nacional de Energía 2050, en el contexto de descarbonización y transición de las fuentes energéticas brasileñas. En febrero de 2021 el Consejo Nacional de Política Energética (CNPE) señaló el hidrógeno verde como tema prioritario para investigación y desarrollo. A pesar de la falta de una institucionalidad específica para el desarrollo del H2 verde, en el mes de marzo 2021, la compañía Enegix Energy y el gobierno estatal han anunciado la construcción de la planta de hidrógeno verde más grande del mundo en Ceará. El proyecto llamado Base One involucra una inversión de 5.400 millones de dólares, y produciría más de 600.000 toneladas de hidrógeno verde al año a partir de 3,4 GW de energía renovable de carga base ya contratada a través de una asociación con Enerwind[4].


Usos del Hidrógeno verde

Un segundo aspecto importante a abordar en el debate en torno al desarrollo del H2 verde es lo relativo a los usos que podría tener en el futuro. Es cada vez más frecuente que gobiernos, agencias internacionales y grandes empresas del sector energético hablen de la economía del hidrógeno proyectando su uso como combustible para los vehículos a hidrógeno y para producir calor,  para el almacenamiento de energía, para el transporte de largas distancias, así como los actuales usos que tiene el H2 gris y azul en las industrias química y petroquímica.


Pareciera de sentido común pensar que difícilmente el H2 verde será más competitivo que la electricidad generada por fuentes renovables, si esta es justamente uno de los insumos para producirlo junto con el agua. Aún pensando en el almacenamiento, es muy difícil que el H2 pueda competir en precio/eficiencia frente a las baterías. Sin embargo, el H2 verde desarrollado a gran escala le permite a las grandes empresas energéticas mantener su modelo de negocio, mientras que la electricidad con fuentes renovables resulta cada vez más asequible para desarrollar proyectos a pequeña escala. En esta línea, resulta bastante curioso que muchos de los grandes proyectos de H2 verde consideren entre sus usos el transporte terrestre e incluso el uso residencial. Pero sí existen algunos sectores donde el H2 puede llegar a tener amplia demanda como lo son el transporte aéreo, marítimo, usos industriales y por supuesto los usos que ya tiene el H2 convencional en la industria química y petroquímica.


El impacto socioambiental del H2 verde

El tercer aspecto a considerar es sin duda el medioambiental. Siendo el sector energético el responsable de alrededor del 70% de las emisiones de gases efecto invernadero, el H2 verde ha sido promovido como la gran esperanza en la lucha contra la crisis climática pues no libera dióxido de carbono sino sólo vapor de agua. Como fue mencionado anteriormente, los intereses de las grandes corporaciones se esmeran en mantener el sistema productivo actual que les permite concentrar grandes ganancias  entre pocos actores a través del impulso de proyectos a gran escala. Este modelo es el que debe ser impugnado, pues no existen fórmulas mágicas, una economía basada en el crecimiento infinito como un dogma es el que afecta gravemente a comunidades y territorios, debilita la democracia y pone en riesgo la subsistencia de la especie humana. El H2 verde aparece como la solución contra la crisis climática, sin embargo, no tenemos certeza sobre cuáles serán los impactos que su desarrollo a gran escala conllevará. Algunos riesgos que se visualizan son:


El H2 verde requiere para su producción básicamente electricidad y agua. El agua es esencial para la vida, por lo que si en el proceso de producción de H2 verde se utilizan fuentes naturales de agua dulce, esto podría producir grandes problemas de escasez hídrica y sequía en los territorios afectando a la población local y destruyendo ecosistemas. La otra opción es utilizar agua de mar desalinizada. Un estudio[5] realizado por científicos del Instituto para el Agua, el Medioambiente y la Salud (UNU-INWEH) -un organismo de la ONU basado en Canadá-, la Universidad Wageningen (Holanda), y el Instituto Gwangju de Ciencia y Tecnología (Corea del Sur) ha advertido que las plantas desalinizadora producen un 50% más de salmuera que lo previamente estimado. El estudio establece que el impacto potencial de la salmuera es muy importante, pues aumenta la temperatura del agua del mar y reduce la cantidad de oxígeno en el agua lo que causa graves daños a la vida acuática. Otros impactos negativos al medioambiente se producen por el vertimiento de residuos como cloro al mar y en el proceso de absorber agua marina para desalinizar pues elimina muchos animales marinos que son atrapados en redes para evitar ser succionados.


También se deben considerar los riesgos que implica que el H2 es altamente inflamable por lo que su transporte y almacenamiento requieren de un alto estándar de seguridad.


A modo de conclusión, la transición energética no puede tratarse sólo de la desfosilización del sector. Sin duda es una urgencia, en el contexto de crisis climática, pero también es una oportunidad de pensar por qué llegamos hasta este punto. Culpar a una fuente energética determinada es un reduccionismo que sólo nos llevaría a cometer errores similares. 


Hoy vemos cómo las opciones energéticas “del futuro” también involucran impactos que a gran escala pueden ser desastrosos, tanto por la afectación de dinámicas sociales en territorios donde  no se ha considerado adecuadamente a quienes los habitan, como porque las tecnologías de energías renovables y la fabricación de baterías para almacenar la energía producida mediante estas fuentes también implica impactos ambientales por los minerales que requieren y por los desechos que se generan una vez finalizada su vida útil. Como hemos visto, el H2 verde también involucra impactos socioambientales, sobretodo si se desarrolla bajo los mismos paradigmas del modelo energético actual.


Los países latinoamericanos, tenemos una larga historia de economías basadas en la extracción de combustibles fósiles y minerales cuyos beneficios económicos han sido para pequeñas élites económicas locales y grandes transnacionales, mientras los costos sociales y ambientales lo han soportado las comunidades. ¿Es este mismo modelo el que la economía del hidrógeno verde nos viene a ofrecer? Entonces, no, gracias. Esta realidad sumada al contexto de la crisis climática, nos deben plantear un desafío mayor, el de una transición socioecológica transformadora. La energía puede ser la punta de lanza de estas transformaciones, pero para eso necesitamos repensar las bases en que se ha sostenido el modelo energético vigente y poner las nuevas fuentes y tecnologías al servicio de la gente y la protección de los ecosistemas. Las señales que han dado los gobiernos hasta el momento no son muy auspiciosas, pero aún estamos a tiempo que el impulso del hidrógeno verde traiga avances sustantivos en materia de gobernanza ambiental para nuestros pueblos.


[1] https://bit.ly/3cVPqqE

[2] https://h2lac.org/argentina

[3] https://h2lac.org/colombia

[4]https://elperiodicodelaenergia.com/enegix-energy-construira-la-planta-de-hidrogeno-verde-mas-grande-del-mundo-en-brasil/

[5]https://inweh.unu.edu/un-warns-of-rising-levels-of-toxic-brine-as-desalination-plants-meet-growing-water-needs/

Share on facebook
Share on twitter
Share on whatsapp

La transición energética es inevitable, necesaria y posible. ¿Pero qué transición?

La transición energética es inevitable, necesaria y posible. ¿Pero qué transición?

Maximiliano PROAÑO
Maximiliano PROAÑO
Share on facebook
Share on twitter
Share on whatsapp

nota publicada en TERRITORIOS COLECTIVOS

La transición energética hoy en día es objeto de debate público. Organismos internacionales, políticos, corporaciones, la academia y la sociedad civil se refieren a dicho concepto para tratar de explicar sus puntos y llevar a cabo su agenda. Algunos sectores se refieren a la transición energética desde las propuestas de la economía verde, con lógicas economicistas y corporativistas; otros abogan por una transición energética transformadora, que se convierta en la punta de lanza de un nuevo modelo de desarrollo.  Entonces cabe preguntarnos ¿Cómo es posible que la transición energética proyecte significados tan diversos?. Para esbozar una respuesta, primero resulta necesario acotar algunos aspectos relevantes sobre los cuales se desenvuelve la transición energética a nivel global.

 

En primer lugar, es importante tener claro que la transición energética es inevitable pues los recursos fósiles son finitos y, por lo tanto, tenemos la certeza que se acabarán. De hecho el gas y petróleo barato y de fácil extracción ya se están acabando y por esta razón, algunos países han recurrido a los hidrocarburos de una costosa y compleja técnica de extracción como es la fractura hidráulica o el fracking que además implica una serie de riesgos e impactos ambientales y sociales.

 

Además, por la evolución que han tenido las energías renovables durante los últimos años (lo veremos más adelante) todo indica que las energías fósiles quedarán obsoletas antes que se acaben por completo.

 

Un segundo aspecto que debemos tener en cuenta es que la transición energética es necesaria y urgente. El sector energético es responsable de la gran mayoría de los conflictos socioambientales del país[1]. Las termoeléctricas son las principales responsables de la existencia de cinco zonas de sacrificio en Chile donde las comunidades y los territorios han sido fuertemente afectados. Pero además, del desafío local, también está el global. Sobre el 70% de los gases efectos invernadero causantes de la crisis climática  provienen del sector energético. En Chile es sobre el 75%.

 

Hoy la crisis climática ya representa una enorme amenaza para la humanidad, y en las próximas décadas esto empeorará, mientras que los esfuerzos de los gobiernos son absolutamente insuficientes. El acuerdo de París busca que los gobiernos logren reducir el alza de la temperatura a 1.5°C al 2030, pero incluso logrando reducir el alza de la temperatura a 1,5º C, las consecuencias del calentamiento global serán muy nocivas. Según la ONU el CC ocasionará la caída en la pobreza de 120 millones de personas al 2030. Un alza de 1.5 salvaría a 40 millones de personas del hambre comparado con un alza de 2º y 270 millones menos sufrirían de sequía y escasez hídrica también con la diferencia en el alza de 1,5 a 2º. En el caso de Chile si bien es un país que aporta un porcentaje menor de los GEI globales, al momento de comparar las emisiones per cápita son bastante altas, entre las de Francia e Inglaterra. Además, la ONU ha declarado al país como altamente vulnerable a los efectos del cambio climático.

 

Cabe agregar que la catástrofe global que origina la crisis climática en curso tiene responsables y tiene un fuerte componente de (in)justicia ambiental, toda vez que afecta en mayor medida a los países más vulnerables y a los sectores más vulnerables de la sociedad. Con el desarrollo del capitalismo un pequeño grupo de la población mundial controla los medios de producción, y por lo tanto, toma las decisiones sobre cómo, dónde y cuánto producir. En 2014 Richard Heede, presentó un estudio que analiza, durante el período de 1854-2010 (gran parte de la era industrial), las emisiones de 90 corporaciones públicas y privadas dedicadas a la producción de carbón mineral, petróleo, gas y cemento. La investigación concluyó que esas 90 corporaciones han sido responsables del 63% de los gases de efecto invernadero (GEI) en el período estudiado. Es más, si consideramos sólo a las primeras 20 de la lista, todas gigantes del sector energético, estas producen el 30% de los GEI. Por otra parte, mientras el 10% más rico de la población mundial es responsable de generar el 50% de los gases efecto invernadero globales, el 50% más pobre de la población mundial, unos 3.500 millones de personas, generan solo el 10% de los GEI totales. Este 50% se ubica casi absolutamente en el sur global, es decir, asia, áfrica y latinoamérica.

 

Pero la transición energética no es sólo inevitable y necesaria, sino que también es absolutamente posible. Una de las grandes ventajas de las energías renovables es la posibilidad de desarrollar proyectos a escala local donde la ciudadanía pase a jugar un rol activo. Generalmente se argumentaba que el problema de las energías renovables era su alto costo de inversión, sin embargo, esto ha cambiado. La Agencia Internacional de Energía Renovable ha establecido que a partir de 2020 la energía solar y la eólica en tierra serán más económicas que las alternativas más baratas de energías fósiles sin ningún tipo de asistencia financiera.

 

Entonces si la transición energética es inevitable, necesaria y posible ¿por qué no está ocurriendo en la forma y velocidad requerida? La respuesta se podría resumir en la falta de voluntad política para hacer frente a los enormes intereses y el tremendo poder corporativo de las energías fósiles. Esto se refleja en políticas públicas inadecuadas tales como subsidios a energías sucias, falta de regulación y políticas fiscales que incentiven decididamente las energías renovables, y por sobretodo, la ausencia de un marco regulatorio y político que propicie.

 

Transición energética en Chile

¿Está sucediendo la transición energética en Chile? ¿Es posible esta transición energética bajo los modelos energéticos y productivos actuales?. La respuesta depende de qué entendemos por transición energética.

 

Si la entendemos como una transición que signifique sólo un cambio tecnológico desde energías fósiles a renovables, se podría decir que Chile está inmerso en un proceso de transición energética, pues hace siete años atrás la participación de las energías renovables en la matriz eléctrica chilena era aproximadamente de 5%, hoy en cambio sobrepasa el 20%. Sin embargo, aunque el crecimiento de las energías renovables ha sido explosivo, la matriz eléctrica chilena, como se puede ver en la imagen, a junio de 2020 aún está compuesta de fuentes fósiles por sobre el 50%.

Esta matriz eléctrica basada principalmente en fuentes fósiles como carbón, gas y diésel, resulta determinante en que a lo largo del territorio nacional existen cinco zonas de sacrificio (Mejillones, Tocopilla, Huasco, Quintero-Puchuncaví y Coronel), que concentran la gran mayoría de las centrales termoeléctricas del país y donde los derechos humanos de los habitantes de dichos territorios son vulnerados a diario. Por lo tanto, lo cierto es que Chile aún posee un modelo energético contaminante, con una alta concentración en la propiedad, con mucha conflictividad por su impacto socioambiental, reproductor de desigualdad e injusticia ambiental, y con ausencia de participación de la ciudadanía en la planificación, propiedad y gestión de los proyectos energéticos.

 

¿Qué transición energética requiere Chile?

En términos de Gudynas (2011) las transiciones son un conjunto de medidas, acciones y pasos que permiten moverse del desarrollo convencional al desarrollo deseado, el buen vivir o el imaginario que construyamos. Por lo tanto, si el modelo energético de un país está directamente ligado a su modelo de desarrollo, tenemos que un nuevo modelo energético necesariamente pasa por plantearnos un modelo societario diferente. Qué duda cabe que hoy en Chile, en un contexto post 18-O y pandemia, el modelo se encuentra impugnado y, por lo tanto, el debate público debe girar en torno a qué modelo de desarrollo queremos construir. En este contexto, una transición energética justa y democrática puede convertirse en la punta de lanza hacia un país más equitativo.

 

En el debate sobre la transición energética, mucho se habla sobre la necesidad de una transición justa. Acorde con el origen del término en EEUU en la década de los 70´en las negociaciones por el cierre de una planta nuclear, el debate aún gira principalmente en la necesidad de tomar las medidas adecuadas para que los trabajadores del sector energético no sean los grandes perjudicados de este proceso[2]. Sin embargo, aunque la inclusión de los trabajadores para una transición energética justa es un aspecto esencial, este debe ser un proceso más amplio y complejo. En términos de justicia, y en particular de justicia ambiental, son tres las nociones que resultan claves para la transición energética, estas son la distributiva, participativa y de reconocimiento (Schlosberg, 2007; Hervé 2010). El elemento distributivo, es entendido como la distribución equitativa de las cargas y beneficios ambientales, considerando no sólo el aspecto procedimental de la justicia sino también el sustantivo. El elemento participativo, es un principio ampliamente reconocido como un elemento de la esencia de la justicia así como del Derecho Ambiental.

 

Generalmente, la teoría de la justicia reconoce la participación como un medio que permite abordar de mejor manera tanto los problemas de distribución como de reconocimiento (Schlosberg, 2007). El elemento del reconocimiento por su parte, “no solo se refiere al derecho individual al reconocimiento de uno mismo, sino más importante, al reconocimiento de las identidades colectivas y sus necesidades, preocupaciones y modos de vida particulares” (Urkidi & Walter, 2011, 684-685). Esta noción de justicia, es particularmente relevante para las comunidades indígenas que luchan por sus derechos territoriales, la protección de su cultura y espiritualidad.

 

En cuanto a la necesidad de una transición energética democrática, debemos entender que se requiere un cambio de paradigma sobre el rol que juega la ciudadanía en materia energética, transitando desde la situación actual de meros clientes, a concebir la energía como un bien común y por lo tanto convertirnos en actores activos tanto en los procesos de planificación y diseño de la política energética, participación temprana de las comunidades sobre los proyectos que se desarrollan en los territorios y en los procesos de toma de decisiones, y como agentes activos en los procesos de generación y distribución de energía a través de experiencias de asociatividad tales como cooperativas de energía.

 

Para concluir, sólo reforzar la idea que para que la transición energética sea económica, social y medioambientalmente viable, esta debe ser justa y democrática. Para llevar a cabo este propósito exitosamente, se requiere a su vez, de un marco institucional y político adecuado que le permita a las comunidades experimentar un proceso de empoderamiento y asociatividad de algo tan cotidiano y común como la energía.

 

Referencias:

Gudynas, E. (2011). Debates sobre el desarrollo y sus alternativas en América Latina: Una breve guía heterodoxa. En C.M. MOKRANI, Más allá del desarrollo. Quito: Fundación Rosa Luxemburg/Abya Yala, ISBN: 978-9942-09-053-9.

Heede, R. (2014). Tracing anthropogenic carbon dioxide and methane emissions to fossil fuel and cement producers, 1854–2010.

Hervé, D. (2010). Noción y elementos de la Justicia Ambiental: Directrices para su aplicación en la planificación territorial y en la evaluación ambiental estratégica. Revista De Derecho (Valdivia),23(1), 9-36. doi:10.4067/s0718-09502010000100001.

Schlosberg, D. (2007) Defining Environmental Justice: Theories, Movements, and Nature (New York: Oxford University Press).

Urkidi, L., & Walter, M. (2011). Dimensions of environmental justice in anti-gold mining movements in Latin America. Geoforum42(6), 683–695. doi: 10.1016/j.geoforum.2011.06.003


[1] https://mapaconflictos.indh.cl/#/

[2] https://www.energia.gob.cl/mini-sitio/estrategia-de-transicion-justa-en-energia

 
Share on facebook
Share on twitter
Share on whatsapp

Impuestos verdes. ¿Un instrumento para la transición energética?

Impuestos verdes. ¿Un instrumento para la transición energética?

Maximiliano PROAÑO
Maximiliano PROAÑO
Share on facebook
Share on twitter
Share on whatsapp

Latinoamérica además de ser la región más desigual del mundo posee economías basadas en la explotación de sus recursos naturales. Estas dos características están directamente relacionadas pues la matriz productiva en los países latinoamericanos ha sido construida a través de  procesos de acumulación por desposesión (Harvey, 2003) donde una minoría históricamente se ha enriquecido mediante la apropiación de bienes comunes naturales mientras amplios sectores de la sociedad sufren las consecuencias socioambientales en sus territorios. El sector energético junto con la minería han sido las mayores manifestaciones de este esquema, por lo tanto, cuando nos referimos a la necesidad de un nuevo modelo de desarrollo para nuestros países, implica también un nuevo modelo energético.

 

Sin embargo, en el caso de la energía, así como en la problemática ambiental en general, es posible observar que para hacer frente a las problemáticas sociales y ambientales de las fuentes fósiles, sumadas al contexto de la crisis climática, surgen propuestas desde dentro del mismo modelo para hacer ciertas correcciones enmarcadas lo que se ha denominado la economía verde. Por una parte están los instrumentos de incentivo a las energías renovables, por otro lado están los instrumentos que persiguen desincentivar la emisión de CO2,  tales como el mercado de emisiones transables y los impuestos verdes. En la presente columna analizaremos estos últimos y específicamente el impuesto al carbono.

 

Los sistemas tributarios de los países, pueden jugar un rol redistributivo importante, así como incentivar ciertas actividades económicas que a un país le interesa desarrollar y desincentivar aquellas actividades cuyos efectos económicos, sociales y/o ambientales no son deseados. Justamente este es el caso de los impuestos verdes, entendidos como un instrumento económico que grava las externalidades producidas por un emisor. Su aplicación permite que quien contamine deba internalizar el costo y retribuir a través de un pago, generando el incentivo para que la fuente contaminante incorpore los costos asociados a las externalidades que producen y los reduzcan [1].    

                                                          

El impuesto verde más común es el impuesto al carbono. Sin embargo, como se puede ver en el siguiente mapa, si bien es un instrumento muy extendido en Europa, en el mundo sólo se encuentra vigente en 25 países. En latinoamérica, Argentina, Chile, Colombia y México cuentan con este instrumento.

 

El principal problema que tiene el impuesto en la actualidad, es que la tasa, o precio al carbón, fijada en la mayoría de los países, es demasiado baja como para cumplir con su finalidad, esto es, desincentivar las actividades económicas altas en emisión de CO2 como aquellas que queman combustibles fósiles, como las termoeléctricas, y por lo tanto, lograr una baja de las emisiones. Mientras la comisión de alto nivel para el precio al carbón conformada por Joseph Stiglitz y Nicholas Stern estableció que para una exitosa implementación del Acuerdo de París un adecuado precio al carbón debiera fluctuar entre los US$40 a 80 dólares por tonelada de CO2(tCO2e) al 2020 y US$50-100/tCO2e al 2030. El FMI por su parte recomienda US$50/tCO2e en el caso de las economías avanzadas y de US$25/tCO2e  en el caso de las emergentes en 2030.

En el caso de Argentina el impuesto al carbono se fijó en US$6/tCO2, en Chile en US$5/tCO2, en Colombia US$4,24/tCO2 y en México entre US$0,38/tCO2 y US$3/tCO2. Esto sitúa a los países latinoamericanos en el grupo con tasas más bajas y muy lejos de lo recomendado para dar cumplimiento a los objetivos del Acuerdo de París. En el otro extremo se encuentran países como Suecia con un impuesto de US$119/tCO2, Suiza con US$99/tCO2 y Finlandia entre US$58/tCO2 y US$68/tCO2. Por otra parte, aún muchos países mantienen mecanismos de subsidio a los combustibles fósiles [2].

Por lo tanto, un importante aumento de este impuesto, es un primer aspecto a considerar para que dicho impuesto tenga algún impacto relevante en la disminución de emisiones de CO2. Pero además el diseño del tributo en algunos casos genera importantes distorsiones, como es el caso de Chile.

 

El impuesto al carbono en Chile

 

En Chile a partir de 2014, pero entrando en vigencia en 2017, se establecieron tres impuestos que gravan fuentes móviles y fijas. El primero corresponde a la primera venta de vehículos livianos (fuentes móviles), de acuerdo a su rendimiento urbano y sus emisiones de óxido de nitrógeno (NOx). El segundo impuesto grava fuentes fijas y las emisiones a la atmósfera de los contaminantes locales NOx, material particulado (MP), y dióxido de azufre (SO2), que afectan directamente a las comunidades aledañas a los lugares donde estos se emiten.

Finalmente el tercer impuesto grava la emisión de dióxido de carbono (CO2), aplicado a las mismas fuentes fijas que individualmente o en su conjunto, emitan 100 o más toneladas anuales de material particulado (MP), o 25.000 o más toneladas anuales de dióxido de carbono (CO2). El modelo de impuesto verde a fuentes fijas implementado en Chile es del tipo “aguas abajo”, est significa que grava las emisiones generadas, no el contenido de carbono de los combustibles fósiles utilizados, es decir, a los usuarios de los combustibles fósiles, mientras los impuestos aguas arriba graban a los productores distribuidores e importadores (Ainzúa, Pizarro & Pinto, 2018). Como ya lo abordamos en el presente artículo, este último impuesto, al CO2, tiene un valor muy bajo ($5USD por tonelada de CO2), por lo que su impacto en la disminución de emisiones de CO2, de acuerdo a cifras del Ministerio del Medioambiente, ha sido de 0,13%, es decir, prácticamente nulo.

Además de la baja tasa en que fue fijado el impuesto al carbono en Chile, otro problema en el diseño de este tributo es que adicionalmente, se estableció un mecanismo de cálculo y pago de compensaciones para aquellas unidades generadoras cuyo costo total unitario, siendo éste el costo variable considerado en el despacho, sea mayor o igual al costo marginal. Este mecanismo de compensación debe ser pagado por todas las empresas generadoras que participan del balance de inyecciones y retiros de energía, a prorrata de la totalidad de sus retiros físicos de energía destinados a abastecer clientes finales. Es decir, es pagado tanto por las generadoras eléctricas mediante fuentes fósiles como aquellas de fuentes renovables.

De este modo, el monto total de impuesto al carbono correspondiente al año calendario 2019, es de MM CLP $ 158.159 (US$210 millones), de los cuales un 94% (MM CLP $ 148.235, equivalentes a US$197 millones) están asociados a pagos realizados por empresas generadoras. En tanto, el monto total a compensar asciende a CLP $22.061 MM (US$29 millones), lo que equivale a un 14,88% del total de impuesto pagado por las empresas generadoras.

Como se puede observar en la siguiente tabla, seis de las 24 termoeléctricas que pagaron el impuesto al carbono, compensaron un 100% de lo pagado.

 

Pero no sólo la baja tasa y los problemas en su diseño en los distintos países han sido objeto de críticas. También la efectividad del impuesto al carbono en reducir las emisiones, ha sido puesta en duda incluso en los países con las más altas tasas. En fases iniciales de aplicación del impuesto, Finlandia había obtenido resultados moderadamente positivos en la reducción de emisiones, pero países como Suecia o Dinamarca prácticamente no observaron una disminución en sus emisiones de CO2. Posteriormente, Suecia rediseñó e incrementó el impuesto, lo que generó un descenso de las emisiones, fundamentalmente provenientes del sector transporte, en un 6% (Anderson, 2019) “Los diferentes impactos del impuesto al carbón en diferentes países proviene principalmente de las diferentes tasas fijadas, diferentes alcances de las exenciones al impuesto así como el diferente uso dado a los ingresos fiscales” ( Lin & Li, 2011, pp 5144).

 

Por los elementos analizados en el presente artículo, cabe concluir que la transición energética justa y democrática no se obtendrá a través de instrumentos de economía verde como impuestos al carbón. Estos instrumentos apuntan más bien a corregir excesos del modelo energético vigente como las múltiples externalidades que generan las energías fósiles. Los impuestos al carbono, si son diseñados e implementados adecuadamente, pueden jugar un rol importante en la disminución de emisiones de CO2 y en acelerar los procesos de descarbonización de las matrices eléctricas de los países. Sin embargo, resulta necesario insistir que la transición energética no se trata sólo del reemplazo de las energías fósiles por renovables, sino en un proceso mucho más complejo que impugna la forma en que se han tomado las decisiones en materia energética y el rol de meros clientes que se le ha otorgado a la ciudadanía, que nos permita, por lo tanto, avanzar en la construcción de un modelo energético que comprende la energía como un derecho y un bien común.

 

Referencias:

 

  • Ainzúa S., Pizarro R. y Pinto F. (2018). Infraestructura Institucional de los Impuestos Verdes en Chile. Ministerio del Medio Ambiente. 16p. Recuperado de:
  • Andersson J. (2019). Carbon Taxes and CO2 Emissions: Sweden as a Case Study. American Economic Journal: Economic Policy, 11(4): 1–30.
  • Coordinador Eléctrico Nacional. (2020). Informe Coordinador Eléctrico Nacional. Implementación artículo 8º de la ley 20.780. Balance preliminar de compensaciones.
  • García N. (2018). Implementación del Impuesto Verde en Chile. Art. 8º ley Nº 20.780. Biblioteca del Congreso Nacional de Chile, Asesoría Técnica Parlamentaria.
  • Harvey, David (2003). The New ImperialismOxford University Press. ISBN 0-19-927808-3.
  • Lin & Li (2011). The effect of carbon tax on per capita CO2 emissions. Energy Policy 39, 5137–5146.
Share on facebook
Share on twitter
Share on whatsapp

Sobre la salida a la crisis sanitaria y la necesidad de una transición socioecológica

Sobre la salida a la crisis sanitaria y la necesidad de una transición socioecológica

Maximiliano PROAÑO
Maximiliano PROAÑO
Share on facebook
Share on twitter
Share on whatsapp

Sin duda la crisis sanitaria global en la que estamos inmersos dará origen a una serie de reflexiones desde las más diversas disciplinas sobre los desafíos que enfrentará nuestra sociedad en el futuro. Si algo debemos tener claro es que muchas cosas no volverán a ser lo mismo, para bien o para mal. Aunque una emergencia global como la del COVID-19 no va a significar por sí misma el colapso del sistema capitalista, si puede ser el punto desencadenante de una crisis multifactorial que se venía configurando desde antes, donde la crisis climática juega un rol central, y que puede significar un verdadero cambio civilizatorio. Algo que la crisis actual ha puesto de manifiesto es la importancia de lo público, de una institucionalidad que trabaja en función del bien común, en contraste, lo cruel que puede resultar en momentos como el actual un modelo que persigue la satisfacción de las necesidades individualmente sin derechos sociales garantizados.

 

Sin embargo, ha sido justamente en momentos de crisis y desastres, naturales o creados, donde se han forjado los mayores procesos de profundización neoliberal. Por lo tanto, es un voluntarismo creer que el impacto causado por la crisis del COVID-19 producirá necesariamente un cambio en quienes ostentan el poder político y económico en cuanto a ceder sus privilegios en beneficio de un modelo societario más igualitario y sustentable.

Por el contrario, bajo el argumento de superar la crisis económica global causada por el COVID-19, anunciada como la más profunda desde casi un siglo, es posible que muchos gobiernos, ya sea con respaldo ciudadano o mediante autoritarismos, impulsen reducciones de derechos sociales, laborales y libertades individuales. También es posible imaginar que bajo el discurso de retomar la senda del crecimiento económico, los gobiernos decidan, una vez más, sacrificar el medioambiente con la consiguiente afectación de territorios y comunidades. El gran problema de esto último, es que esta vez no hay margen. El mayor desafío que enfrenta la humanidad hoy es la crisis climática, cuyas consecuencias durante los próximos años serán muy nocivas, y si no somos capaces de actuar ahora, simplemente se nos aproxima una crisis humanitaria de proporciones catastróficas.

 

COVID-19 y la crisis climática

Mucho se ha destacado que la pandemia del COVID-19 ha dado un respiro al planeta y por lo tanto a la lucha contra el cambio climático. Como el BID lo ha señalado, el COVID-19 también se ha transformado en un “experimento en tiempo real sin precedentes que se encuentra en marcha en todo el mundo”. En el caso de la crisis climática, esta crisis sanitaria nos permite ver la magnitud del tremendo desafío que como humanidad tenemos por delante. De acuerdo a agencias especializadas, las emisiones de gases efecto invernadero (GEI) para el año 2020 caerán entre un 5.5 y 5.7 % debido a la pandemia. Sin embargo, esta reducción posee dos inconvenientes, es insuficiente, y es transitoria. El Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés) ha señalado que un camino para reducir los GEI más allá de un 1.5 grados centígrados requiere una caída de las emisiones de alrededor de un 50% hasta el 2030, comparado con los niveles de 2010, y alcanzar la carbono neutralidad para 2050. Como fue explicado en una columna anterior, aún logrando limitar el alza del 1,5 ºC según la ONU el cambio climático ocasionará el ingreso a la pobreza de 120 millones de personas al 2030. Sin embargo, lograr reducir el alza de la temperatura global a 1.5º en vez de 2º salvaría a 40 millones de personas del hambre y a 270 millones de sufrir de escasez hídrica.

 

La crisis del COVID-19 nos recuerda una vez más la urgencia de una transición energética. La contaminación del aire proveniente de la quema de combustibles fósiles, origina anualmente cerca de nueve millones de muertes en el mundo. Esta situación se ve agravada en el contexto actual. Un reciente estudio de la Universidad de Harvard concluye que los pacientes con COVID-19 viviendo en áreas de los Estados Unidos con altos niveles de contaminación del aire antes de la pandemia, tienen más probabilidad de morir por la infección que los pacientes en áreas del país con aire más limpio.

Por otra parte, la crisis sanitaria ha profundizado la baja en los precios del petróleo debido a la disminución en la demanda global. Esto es una mala noticia para el proceso de transición energética y la necesaria desfosilización, justamente en un año que, de acuerdo a IRENA, marcaría el punto de inflexión en que las tecnologías de energía solar fotovoltaica y eólica en tierra (onshore) son más competitivas que cualquier tecnología fósil para generación eléctrica. Sin embargo, la otra cara de la moneda es que los bajos precios del petróleo también son un gran golpe para la extracción de petróleo no convencional mediante fractura hidráulica o fracking (técnica que genera un gran impacto socioambiental), que por sus altos costos de producción no resultan competitivos. Esto posee importantes implicancias geopolíticas, toda vez que el fracking le permitió a EEUU posicionarse durante los últimos años como el mayor productor de petróleo en el mundo.

 

Por estas razones, no parece exagerado afirmar que la forma en que encontremos una salida a la crisis sanitaria y económica generada por el COVID-19 resulta clave para el futuro de la humanidad. Si la salida es sólo a través del descubrimiento de la vacuna y la recuperación económica se forja sobre las mismas bases del modelo productivo actual, que no quepa duda que más temprano que tarde volveremos a estar enfrentados a una nueva crisis sanitaria. Y peor aún, nos alejaremos aún más de lograr mitigar las emisiones de gases efecto invernadero que nos permitan disminuir los efectos de la crisis humanitaria causados por la emergencia climática en curso.

 

Por lo tanto, esta crisis sanitaria nos debe impulsar a impugnar con mayor fuerza un modelo que ha comodificado casi todos los aspectos de nuestras vidas. Para esto resulta necesario reabrir el debate sobre el rol de lo público y entenderlo, en términos de Arendt, como un concepto dinámico que no se limita solamente a lo estatal. En cuanto a la transición energética necesaria para hacer frente a la crisis climática, el debate sobre el carácter público de la energía, nos debe impulsar a impugnar el rol de meros clientes otorgado a la ciudadanía. La ciudadanía ha sido despojada de los procesos de toma de decisiones sobre dónde, cómo, cuándo, cuánta energía requieren las distintas comunidades y territorios y sobre quienes pueden generarla y gestionarla. Por eso es importante comprender que cuando hablamos de transición energética no nos referimos sólo al cambio de fuentes fósiles a renovables, sino a cómo vamos a recorrer ese camino. En palabras de Víctor Toledo, actual Secretario de Medioambiente y Recursos Naturales de México, “Una cosa es transitarla bajo el modelo privado/estatal basado en empresas del Estado y corporaciones privadas, lo cual refuerza el control centralizado y vertical, y otra es la vía estatal/societaria donde el “switch energético” va quedando en manos de la sociedad y sus redes: manejo de energía so­lar, eólica e hidraúlica a pequeña escala y con dispositivos accesibles y baratos para hogares, manzanas, edificios, barrios, comunidades, municipios. Eso se llama democracia energética”.

 

Sólo una salida a la crisis sanitaria actual que considere una transición energética democrática nos permitirá hacer frente de mejor manera al desafío mayor que representa en la actualidad la crisis climática. Cualquier otro camino, tal como recuperación económica sacrificando el medioambiente o incluso otras propuestas surgidas desde el capitalismo verde, no podrán evitar crisis sanitarias futuras y sólo agravarán la crisis humanitaria originada por la emergencia climática.

Share on facebook
Share on twitter
Share on whatsapp